jueves, 3 de enero de 2019

Hipérbole discursiva: la era de la desinformación y el descompromiso

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La posmodernidad se ha exacerbado. No sería exagerado hablar de Pos-posmodernidad. La falta de parámetros para acercarse a la verdad, ha generado la sobre posición -o mejor aún- la sobre exposición de versiones sobre un hecho, algo que se ha llamado posverdad, y que como podría alguno pensar también sería viable llamar pos-posverdad. 

En este contexto, es fácil afirmar muchas cosas por la mañana y negarlas por la tarde. Sigue existiendo un particular interés en el discurso y su efectividad retórica pero se abandona toda posibilidad de coherencia o de sustentar lo dicho. De este modo no hay necesidad de probar lo que se afirma. 

Esta hipérbole discursiva lleva a intensificar el discurso y a despreocuparse por los hechos, ya sea por aquellos de los que se desprende la afirmación o por aquellas promesas que se hacen a través del mismo.

Puesto que la atención está puesta primordialmente en el discurso y los hechos relegados; el discurso es corregido, aumentado, exacerbado y llevado a esa hipérbole que podría ser válida retóricamente hablando pero muy peligrosa a nivel social. Puesto que siempre hay forma de desmentir o tergiversar lo dicho argumentando que se ha mal interpretado. 

El asunto no es menor, la inflación discursiva, producto de la transparencia, genera una alta cantidad de datos que impiden un análisis puntual y detallado, sobre todo si sumamos la vertiginosidad de la información, las mentiras a medias saturan el espectro informativo y propician la pluralidad de opiniones, cuestión que en sí misma es positiva en la medida que se basa en la democratización de la información, el problema es la falta de circunspección y crítica para discernir entre toda la información. 

Es paradójico que la sociedad de la información y del conocimiento como la actual, sea la más desinformada, y es que la abundancia informativa genera cierta opacidad, pues las cuestiones trascendentes quedan sepultadas debajo de una batahola de datos irrelevantes, opiniones intrascendentes y verdades parciales. Cuestión que puede fácilmente ser aprovechada por quien controla el discurso.

Esta disociación entre el discurso y la realidad, era uno de los elementos fundadores de la modernidad, su exacerbación es parte de una hipermodernidad incapaz de enfrentarse al tabú de la verdad. Y es que no se trata de establecerla, mucho menos de imponerla, pero sí, al menos, de discutirla garantizando la calidad de la información, es parte de un ejercicio ético que supone una exigencia de objetividad que debe surgir no del propio discurso que se califica asimismo como objetivo, sino de un compromiso social que impone a cada interlocutor el deber de honestidad. El problema es que para muchos, la ética es un lastre, un arcaísmo y en el mejor de los casos un asunto subsumido también en el discurso que ha sido hiperbolizado. 
    

    

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