Hay una idea distorsionada que relaciona a la filosofía con un ejercicio sofisticado, que en cualquier caso no podría realizarse desde la pobreza; el llamado ocio académico supondría bonanza económica, dejar de preocuparse por el sustento para poder pensar. Como si el pobre no pensara y el rico tuviera mayores insumos para hacerlo de mejor modo. A lo largo de la historia diversas corrientes filosóficas han demostrado que también desde la pobreza se puede pensar, incluso mejor. Pero el punto que quiero tratar ahora es una posible instrumentalización de la pobreza, más allá de una sincera preocupación no sólo por el tema, sino por las personas pobres en sí mismas, como seres humanos que requieren de la intervención de otros seres humanos que tendiendo una mejor solvencia pueden ayudarlos solidariamente, o al menos podrían poner su trabajo intelectual al servicio de esta causa, en el entendido que quizá quien más necesite de un rescate sea el propio intelectual, y justo aquí es en dónde se torna complejo el argumento, pues ¿qué tan egoísta es la necesidad de ayudar para demostrar a los demás que se es solidario? Se busca la condescendencia e incluso la tranquilidad de conciencia en la ayuda a los demás.
En cualquier modo es mejor tener la intención que no tenerla, se trata de una conciencia social, que supone un bagaje previo de reflexiones, una filosofía particular.
Pero no todo lo que lleva el apellido social lo es, y esto lo ha aprendido muy bien una derecha neoliberal que se siente cómoda descalificando a aquellos con compromiso social argumentando que instrumentalizan a la pobreza, cuando en realidad son ellos mismos los que lo han hecho siempre, es algo así como dice el dicho popular que “el león cree que todos son de su misma condición”.
Hay una indigencia real, hay un sector en nuestros países latinoamericanos que come una vez cada tercer día, y en gran medida este fenómeno se intensifica por la falta de conciencia social del resto de la población, la brecha abierta por la desigualdad puede ser mayor si el tema se banaliza o nos acostumbramos a su instrumentalización.
El derecho contemporáneo se fabrica muchas veces de la mano de programas de gobierno y políticas públicas que buscan más que incidir en el eliminar la brecha, generar una propaganda idónea que justifique los grandes gastos con cargo al erario público, la mercadotecnia del derecho es una realidad ligada a un discurso basado en buenas intenciones. Seguramente el programa o política que abandere derechos humanos venderá mejor que otro que no lo lleve. Esto que podríamos llamar doble discurso o currículo oculto, por eso una filosofía desde y para la indigencia supone una ética, un examen constante para descubrir si la intención sigue siendo diáfana y sincera. Y es que detrás del paternalismo y el populismo, se esconde una actitud de control y dominación, el que ayuda o dice ayudar puede fácilmente entenderse en un contexto de supra a subordinación y aprovecharse de tal condición. Por ello es muy importante fomentar una ética de la otredad, una visión de la diversidad.
Saberes como la antropología y la etnología han lidiado con este problema epistémico desde hace ya mucho tiempo. El peligro de generar un turismo de la indigencia, un folclore de la pobreza está a la orden del día. Nuestro pasado indígena, y una población indígena indigente, lleva muchas veces a instrumentalizar a un gran sector de nuestras sociedades.
Muchas campañas políticas utilizan al pobre y al indígena como un elemento retórico para alcanzar al electorado. Es justo aquí donde la filosofía desde y para la indigencia debería denunciar estos abusos, el hecho de consentirlos nos hace cómplices de ese sistema perverso que mediatiza la pobreza, pero no tiene ninguna intención de erradicarla porque en el fondo sabe que ese es el mejor mecanismo de control político.
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